Era noche cerrada. Caminaba desorientado, agitado, desvalido; andaba sin rumbo, sin cabeza. Respiraba con dificultad, pues no estaba acostumbrado a esos esfuerzos, y en mitad del bosque se pagan caras tales osadías. Tocaba cada árbol que cruzaba, como si fueran tótem que le habían de otorgar las fuerzas que le faltaban a sus piernas, y cada roca que aparecía en su senda le semejaba una suerte de oráculo con media esperanza en las respuestas sobre su futuro.
De fondo resonó un disparó que acalló los murmullos y gemidos del bosque. No había refugio, ni pulmones para imprimir un ritmo más alto. Vio un viejo tronco, con una hendidura lo bastante profunda para ocultar algo, y entendió que era el sitio más seguro para guardar sus pertenencias. Y así, depositó dentro cuanto le quedaba: un anillo, una cinta y una carta escrita con el alma, que tal vez nadie leerá jamás. La historia es caprichosa, tiene mala memoria y gusta demasiado de los juegos de azar.
Pronto se vio rodeado por una jauría de soldados hambrientos y con sed de sangre. Le pidieron que se arrodillase, pero no aceptó: su último aliento lo iba a gastar de pie.
Y así murió, como todos los héroes, con dignidad, pero en silencio...
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