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lunes, 2 de octubre de 2017

Aquiles

Después de siglos enterrada bajo tierra, por fin pudo ver desde su atalaya a la vieja Troya, desnuda y en ruinas, como su alma. De qué había de servir la eternidad, sino para evidenciar que su honor fue causa de una mentira: él nunca murió en Ilion, aquella flecha de Paris, sólo le produjo una dolorosa cojera. De hecho, es muy probable que ni siquiera fuera él quien la disparara: ese hedonista pusilánime y malcriado puso pies en polvorosa en cuanto vio caer la ciudad.
Qué diferente de su hermano Héctor, del que sólo se recuerda que cayó a manos de Aquiles, el de los pies alados, y fue arrastrado junto a su carruaje frente a las puertas de la urbe. Sólo de su derrota hablaron los historiadores, un poco del amor a su patria los poetas, pero nadie habló de su verdadera causa para la lucha: su familia. Aquiles nunca tuvo nada de todo eso, por este motivo ganaba batallas: nada que perder; nadie que lo fuera a llorar.
A nadie le interesó saber que decidió quedarse en Troya, en una ciudad en ruidas, porque ya nada le llenaba. Eso no era motivo de poemas. Homero no vio brizna alguna de literatura en contar que un hombre cansado de ver morir a otros muchos, por cosas banas como el poder, la riqueza o el honor, sin morir, fue derrotado en la batalla contra el ilustre Héctor: cuando con sangre y casi sin aliento, le rogó que cuidara de que su familia le sobreviviera. Ni patria, ni bandera, las dos últimas imágenes impresas en los ojos del hijo de Príamo, fueron la mirada amorosa de su mujer Andrómaca y la risa llena de vida de su hijo Astianacte.
Cumplió Aquiles con su honor: cuidó de que salieran sanos y salvos del asedio, incluso afeando a más de un griego. Es más, resulta más que probable que la flecha viniera de ese bando. Tal vez la cojera del hombre de los pies alados fuera justo castigo por tanta muerte; tal vez una vida eterna en soledad fuera justo premio para que Héctor pudiera descansar en paz.

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