La encontré sentada en el borde del muelle. Vestía de blanco con un paraguas a juego, sostenido con delicada firmeza, interpuesto entre su mirada y ese artificial alumbrado del fanal. Entonces pensé que estaba nadando en su alma, entre sus noches oscuras y sus tardes de tormenta; que buscaba en el horizonte un punto que conectara todo: el ayer, el hoy, el mañana. Pero sólo había niebla, una espesa capa que se desdibujaba entre el celeste que el lago robó de sus lágrimas y el añil que la nieve bebía de la luna. Cuando al fin pude alcanzarla, se desvaneció entre mis manos, sin que pudiera siquiera consolarla con un abrazo, sin que las palabras que salieron de sus labios tuvieran más forma ni sentido que el tímido susurro del viento.
Cada noche vuelvo al mismo punto y hora en que la encontré, con la esperanza de que se repitan todas las pinceladas una vez más, una única vez más, más que suficiente para asir su alma y llevarla conmigo. ¡Qué buena pareja haríamos reinando en los infiernos!
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