Antes de cerrar la puerta le sobrevino la imagen de su pequeña riendo desatada ante una de sus picardías de niña feliz. Ir, dejarse ir; caer, saltar al vacío. Y emprendió su periplo, aciago y lento, cruzando calles, como quien pasa con nostalgia las amarillentas páginas de un viejo álbum de fotos. Y llegó a su destino, una destartalada plaza en un suburbio al otro lado de la ciudad. Allí jugaban un padre y su hijo, con un balón de reglamento, a ser amos del balompié. Entonces sacó de su bolsillo un revolver, también de reglamento, y disparó sin pestañear en la cabeza del niño. No podía sentirse en paz, no se sentía liberado ni aún consumando su venganza. Antes de volarse la tapa de los sesos, pensó que al menos ahora su contrición será compartida. A falta de justicia, ese era su único consuelo.
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