La primera cadena que lo ató al desfiladero fue la que más dolió; tiñendo de rojo la blanca nieve. El resto apenas le produjeron un ligero escozor; llovían sobre cuerpo mojado. Y todo por su amor ciego hacia el ser humano, todo por soñar con un mundo en el que contar historias al calor del hogar es un derecho universal. Ahora, esta sería su casa para la eternidad, a la intemperie, a merced de aquel águila desalmada que cada día, uno tras otro, tras otro, tras otro vendría a devorar toda esperanza, acometiendo a lo poco que restaba en su haber: su hígado. No hizo bien los cálculos, no añadió la soberbia del hombre en su fórmula, la misma que les lleva a negarse los unos a los otros; ni entendió que los dioses se caracterizan precisamente por su falta de humanidad.
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