Aunque
ya sabíamos que ninguno de los dos debería estar ahí, pedimos desenfrenados a
la luna que nos cubriera toda la noche con su manto de melancólico olvido. Y
batallamos, con los cuerpos desnudos, abrazados a fuego y hierro, entre el pecado
y la redención, hasta el primer albor del amanecer. Antes de marchar nos
dijimos un ‘te quiero’ que se perdió entre suspiros y, sin embargo, nos
despedimos como dos desconocidos.